La llamada “Crisis de los Misiles de Cuba” en 1962, es sin duda uno de los episodios de la historia universal más conocidos, encuadrado dentro de algo más global, la llamada “Guerra Fría” (expresión acuñada, al parecer, por el infante D. Juan Manuel en el siglo XIV, y retomada por el financiero Bernard Baruch en 1947, y popularizada por el periodista Walter Lippman) designa habitualmente la confrontación soviético-estadounidense que sucedió a la abrupta pero previsible disolución de la coalición antihitleriana. La expresión pone de manifiesto la insuficiencia del concepto de guerra como un enfrentamiento declarado y conducido abiertamente con medios destructivos. En este caso, las superpotencias se abstuvieron de recurrir a las armas una contra otra, y mantuvieron su rivalidad empleando todos los recursos de la intimidación, la subversión, la propaganda y la guerra en terceros países (Guerra de Vietnam).
La confrontación se transformó en un juego estratégico a escala planetaria, pero también acarreó innumerables complicaciones políticas de orden interno, como la ruptura de la alianza antifascista y la relegación e, incluso, persecución de los comunistas en occidente, la absorción forzada en los partidos de obediencia soviética de los grupos socialistas o la eliminación de la oposición democrática en los Países del Este. Es en este marco mundial en donde se encuadra la llamada Crisis de los Misiles en Cuba en 1962.
La ascensión al poder de la administración norteamericana presidida por John F. Kennedy (1917-1963) a finales del 1960 supuso una importante innovación en el campo de la estrategia nuclear: la creación de la Segunda Fuerza de Disuasión, compuesta de misiles balísticos intercontinentales (ICBM) muy precisos, lanzados desde submarinos y silos subterráneos, que permitían contar con una fuerza de represalia indestructible y eliminar el riesgo de una fuerza aérea destacada en continuo vuelo. El despliegue de los misiles soviéticos se realizó con un ligero retraso respecto a Estados Unidos, especialmente a partir de la crisis provocada en octubre de 1962 por la instalación de misiles de alcance medio en Cuba, cuyo desenlace produjo un largo periodo de distensión que se mantuvo hasta la década de 1970, y uno de cuyos mejores exponentes fue la instalación en 1963 del popularmente llamado “teléfono rojo”.
Pero en 1966, ambas superpotencias disponían de un potencial nuclear similar, desplegado en una triada de componentes de tierra, mar y aire. Esta desaforada carrera armamentística dejó obsoleta la estrategia estadounidense de la represalia masiva e instantánea, e impuso lo que el analista estratégico Albert Wohlstetter llamó “equilibrio de terror”, que reposaba tanto en la capacidad destructiva de las nuevas armas como en la amenaza creíble de que serían utilizadas en caso de agresión.
La crisis de los misiles de Cuba había planteado al Pentágono una grave disyuntiva: permanecer inactivo ante un peligro inminente o hacer creíble la amenaza de represalias masivas, lo que incrementaría exponencialmente las posibilidades de un holocausto nuclear. Para solventar este dilema del “todo o nada”, el secretario de defensa Robert Mac-Namara concibió en 1964 la estrategia de la “respuesta gradual o flexible”. Se trataba de emplear en los hipotéticos campos de batalla un conjunto de armas nucleares tácticas de corto radio de acción y baja potencia, que atacarían una gama de objetivos que podrían ser ampliados frente a una escalada progresiva de amenazas hasta la guerra atómica total. Incluso algunos militares abrigaron la esperanza de que pudiera liberarse un choque entre ejércitos dentro del terreno estrictamente convencional, o que, a lo sumo, se consiguiera limitar el empleo del arma atómica al campo de batalla.
Sin embargo, otros analistas indicaban que las poblaciones centroeuropeas no podían quedar exoneradas de las consecuencias de un ataque nuclear táctico. Además, se planteó el problema de que, para paliar los efectos aniquiladores de estas armas, las unidades combatientes tendrían que diseminarse tanto que les resultaría imposible emprender un contraataque eficaz.
Por estas y otras razones, la nueva doctrina provocó la desazón de los aliados europeos de la OTAN, que la interpretaron como el deseo americano de retirar de Europa parte de sus fuerzas. Pensaban además que, reduciendo al máximo la posibilidad de una escalada nuclear, Estados Unidos designaba tácticamente a Europa como el escenario probable de una confrontación entre las superpotencias. Esta incertidumbre respecto a la voluntad estadounidense de desplegar su “paraguas” atómico con todas las consecuencias provocaron, por ejemplo, la salida de Francia de la estructura militar de la OTAN en 1966 y la creación de su propia “forcé de frappe”.
Fuente: GONZÁLEZ-CALLEJA, E.; AROSTEGUI, J.; RIESCO, S. “El Siglo XX”. Historia de la Humanidad. Alianza Ediciones, 2008, Madrid, pp. 35-39.
Documento Original: la-crisis-de-los-misiles-en-cuba-la-distension-y-el-equilibrio-del-terror