Piratas, hombres salvajes y sanguinarios, hombres libres y aventureros, auténticas leyendas vivas; pero… ¿eran estos terroristas del océano tan atractivos como los relatos que les rodean? ¿Cuál es la historia de los verdaderos piratas? Son el azote de todas las Naciones, los asesinos mas infames de su tiempo. Durante los siglos XVII y XVIII, los piratas abordaron miles de naves, saquearon docenas de ciudades, y siguieron un violento rumbo de tesoros robados, asesinatos y venganza, épicos, más peligrosos que en la leyenda, atrajeron el interés del mundo. Esta es su historia…
Tras la conquista de América por los españoles, se abre la veda en el Atlántico y asistimos a la gran cacería que se desencadena por la posesión de fantásticos botines que los convoyes, que navegaban escasamente protegidos y excesivamente cargados con una inadecuada artillería y además con tripulaciones inexpertas, transportan desde las posesiones en el Nuevo Mundo. En efecto, la Corona Española se convierte en el chivo expiatorio de todos los desmanes y tropelías de los piratas europeos.
En 1521, Juan Florín o El Florentino, pirata financiado en Francia, al mando de ocho navíos captura en las Azores el tesoro de Moctezuma. Toda Europa se entera del suceso. Francisco I, rey de Francia, recibe joyas del botín pirata. La noticia despierta las ambiciones dormidas de los reinos europeos. El perfeccionamiento de los buques y la popularización de la pólvora trajeron consigo nuevas formas de combatir. Las armas de fuego empiezan a utilizarse en el ejercicio de la piratería.
Durante más de un siglo, Gran Bretaña había contemplado con impaciencia cómo España y Portugal se repartían las tierras del Nuevo Mundo, y cómo mantenían una estricta vigilancia en las costas para evitar el desembarco de extranjeros. Fue un trance muy amargo para Inglaterra, que se sentía prisionera en su pequeña isla. Es entonces cuando surge con fuerza la figura del corsario inglés que expolia en espectaculares abordajes a los buques que se dirigen cargados de oro a la Península Ibérica. El corsario pertenece a una clase social sui generis, es el nuevo ladrón del mar especializado en el robo marítimo, saqueo de ciudades, puertos y mercaderías; goza de la patente de corso, lo que quiere decir licencia para el bandidaje y terrorismo detrás de un asunto político o una ejecutoria bélica con la debida autorización del rey o autoridad constituida. Un hecho que aún más la piratería fue la Bula Papal que otorgaba a España el dominio y el usufructo de todo un continente y dejaba a un lado a Francia e Inglaterra, que rápidamente enviaron a sus corsarios para hacerse con el tesoro de Las Indias. El factor religioso desempeñó también un papel importante; más tarde hugonotes, calvinistas y luteranos añadirán a los ataques piratas la dimensión espiritual que buscaba ganar adeptos para el movimiento eclesiástico de la Reforma.
Con la aparición de la Patente de Corso la actividad vandálica se institucionaliza y se convierte en lícita en tiempo de guerra; por consiguiente, muchos piratas pasaron entonces a ser corsarios, que por supuesto estaba mejor visto. En realidad el corsario actúa siempre dentro de la autoridad de un orden legitimado, es decir, bajo la protección de la ley, lo cual no le priva de cometer cualquier tipo de fechorías llevadas a cabo con una ferocidad irreprochable; sin embargo, su actuación se inscribe en el rol del mercenario sin escrúpulos, de manera que si sus fines alcanzan el éxito deseado, lo de menos serán los medios que haya utilizado para conseguirlos; el corsario de éxito a su vuelta a casa se convierte en un pequeño burgués, es condecorado como almirante y celebrado en su país como un auténtico patriota; a tal grado que en Inglaterra los más ilustres piratas tienen hasta monumentos como padres de la Patria.
En el siglo XVI, Gran Bretaña hierve en un ambiente donde florecen aventureros, caballeros arruinados, bandidos, estafadores, forajidos, truhanes rufianes y, sobre todo, corsarios que surgen como setas silvestres en los territorios de la Reina Isabel: todos se dirigen hacia las Indias, donde dicen que se ha disparado la fiebre del oro. Por lo tanto, ante el cariz que toman los acontecimientos y las noticias que llegan a Gran Bretaña de esos tesoros del Nuevo Mundo que circulan por el Atlántico, los piratas entran a saco; se fomenta el acoso y derribo de los galeones y la captura de españoles, hasta el extremo de que en pública subasta en Dover se llegan a pagar 100 libras por hidalgo capturado.
Paradigma del corso británico fue, sin duda, sir Francis Drake, pirata maldito en la memoria de los españoles al que el embajador español en Londres titularía como “el mayor ladrón del mundo desconocido”, pero insigne almirante en el imaginario de los británicos (al que la “Reina de los Mares” honra por los servicios prestados con los más elevados títulos de nobleza) después que el ilustre pirata mantuviese una trayectoria gloriosa, que tiene su punto de inflexión en la derrota de la Armada Invencible en 1588. Fue la suya la historia de una experiencia amarga, cruel desengaño de una profunda desilusión, de una ingrata vivencia, pues obsesionado como estaba por atrapar la flota del tesoro de Indias, la tuvo en varias ocasiones en su zarpa, pero una y otra vez cuando ya parecía que la tenía en su poder se le escapaba de las manos como por arte de magia.
Las crónicas indianas nos hablan de la información enviada que se ofrecía en cartas, relaciones, memorias en las cortes y chancillerías. El Caribe en veinte años devino en el cruce naval de todas las rutas navales que transportaban a Castilla el oro de las Indias. Es por ello que el trópico es el punto de partida de las inflamadas quimeras piráticas, donde la imaginación calenturienta del contorno da rienda suelta a las más fantásticas aventuras en los mares de las Antillas.
Fuente| Cioran E. “Historia y Barbarie” en Piratas, Corsarios y Bucaneros, A. Álvaro, pp. 11-25
Todo mi apoyo y admiracion para ti ,Teodoro y para esta noble profesion
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