El Tesoro Arqueológico (Parte IV): Los Descubridores y la Rebusca

En la anterior entrega de esta serie de artículos sobre aquello que los investigadores entendemos como Tesoro Arqueológico tratamos las circunstancias en las que se produce normalmente el hallazgo de este rico conjunto de joyas, normalmente de oro, oculto durante siglos y hallado de manera inesperada; lo cual produce también unos efectos en la persona que lo encuentra y que a lo largo de esta serie definimos como serendipia; hecho que trataremos en esta nueva entrega, acabando el año hablando de quiénes son esos descubridores, y que situación de da tras encontrar el tesoro, qué hacen esos descubridores cuando se encuentran ante tal riqueza, cual es la situación.

Para empezar hablando de estos descubridores de tesoros arqueológicos, parece adecuado mencionar a José Ramón Mélida, quien tuvo que bregar con algunos de estos tesoros a lo largo de su vida, se lamentó de que la serendipia fuera tan favorable a las gentes incultas: “por ser casi siempre a gentes campesinas e ignorantes a las que depara la suerte tan inesperados hallazgos, en los que no ven más que materia de lucro”. Pero, no suele ser el excavar o remover tierra tarea propia de propietarios, rentistas ni clases ilustradas, de ahí que la serendipia sea propicia a quienes faenan y andan por los campos (pastores, agricultores,…). Y de todos es sabido que no está entre las fortalezas de la historia de España el alto nivel educativo de sus naturales, pero sí la pobreza estructural del campesino.

Podríamos hacer todo un catálogo sobre la extracción social de los descubridores de tesoros de la orfebrería histórica hispánica y el perfil no sufriría modificación sensible. Sí resulta singular la presencia de niños entre los protagonistas de los hallazgos, aunque si encuadramos el hecho en el panorama sociocultural de la España contemporánea, tiene poco de extraño. A edades muy tempranas los niños han de realizar trabajos de adultos, utilizados para acarrear algo de dinero a las casas en una estrategia de supervivencia del grupo familiar.

En Aliseda, Mélida le dio un papel principal en el hallazgo del tesoro al niño Jenaro Vinagre, sobrino de los hermanos Rodríguez Santano, aunque su participación haya sido fuente de discrepancias y tensiones en la memoria del entorno familiar. También es un niño quien encuentra el Tesoro del Cortijo de Évora, Paquito Bejarano, que a la tierna edad de 8 años ya trabajaba de porquero en el cortijo donde su padre era el vaquero mayor. En el caso del tesoro visigodo de Torredonjimeno, los niños no están en el momento del hallazgo, pero son capitales para enmascarar la gestión del mismo. El labrador que se encuentra las joyas explicó que se las enseñó al dueño del terreno y como a éste no le parecieron de valor, las guardó en el desván de su casa de Arjona. Según él, sus hijos las fueron usando como elementos de sus juegos a lo largo de siete años; caso que también aparece en el Tesoro de Aliseda, los niños “entretenidos” con las alhajas en los días que siguieron al hallazgo, cuando éstas se guardaron en la casa de los padres de los hermanos Rodríguez Santano, según recordaba los hechos Ángeles Rodríguez Amado, hija de uno de los descubridores.

Y en el Tesoro de Villena dos niños, ya más bien preadolescentes, Pedro y Enrique Domenech, tuvieron su protagonismo en el hallazgo. Acompañaban a sus padres, que trabajaban habitualmente para José María Soler, a localizar el sitio de donde habían salido las joyas que un albañil y un transportista habían llevado ante el joyero Carlos Miguel Esquembre Alonso. En la foto del hallazgo están bien presentes ambos, sentados al borde del hoyo donde está la vasija con las joyas. No estaban allí de simples acompañantes, sino como miembros del equipo que buscaba por la rambla, como habían hecho (y harían) en otras ocasiones. Más protagonismo tuvo con el paso del tiempo, cuando actuaron de memoria viva del momento del hallazgo en la celebración de los 50 años del descubrimiento, dejándonos una magnífica panorámica no solo del hallazgo, sino de las formas y modos de la arqueología española allá por los años 60 (Ortiz Romero, 2017; 22-24).

Pero el oro y las joyas no le sirven para nada al campesino pobre o al obrero. Se hace preciso monetizar el hallazgo, y para ello hay que ir a la ciudad. Para entonces el tesoro casi siempre sufre ya alguna pérdida, se ha fragmentado y las joyas, si llega el caso, se trocean y desengarzan. A partir de este momento, en el que el protagonista sale de viaje, ya no es posible el sigilo pues salir de viaje en el siglo XIX, y aún en el XX, era algo extraño a las clases populares, a no ser que mediara una cuestión médica. Entonces la noticia se extiende y, mientras los descubridores tratan de colocar sus piezas en la ciudad, el vecindario entra en estado de ebullición y es cuando comienza “la rebusca”. El lugar del hallazgo es removido con codicia, por si acaso los descubridores se hubieran dejado algo tirado en el trajín del acarreo, que suele ocurrir, o en sentido amplio, para proceder con urgencia a excavar en el sitio buscando la fortuna.

En Guadamur los vecinos excavaron rebuscando piezas que habían quedado esparcidas en el terreno por los descubridores. Y tuvieron éxito, pues varios de ellos entregarían luego diferentes joyas a las autoridades. De hecho, aún en fechas recientes, en 2014, la alcaldesa de Guadamur, Sagrario Gutiérrez, se encontró un zafiro de las coronas visigodas cuando limpiaba los lodos de uno de los manantiales de la fuente en la que el matrimonio Morales-Pérez lavó las joyas. Hoy en día, el yacimiento es objeto de un proyecto de excavación, pese a que en 1859 José Amador de los Ríos constató el desastre casi absoluto del lugar tras las rebuscas de los vecinos y las excavaciones sin control.

En Aliseda los vecinos comenzaron la rebusca en las tierras de “El Ejido” ya en la primera semana de marzo de 1920, como se recogió en la sesión que la Comisión de Monumentos de Cáceres celebró el día 14 y en la que el sacerdote Francisco Perales se refirió al expolio. La prensa de la época se hizo eco de la pasión con la que los aliseños se empleaban en la zona del hallazgo, lo que el corresponsal de El Correo de la Mañana sintetizó en la frase que cerraba su crónica del día 16 de marzo: “La fantasía continúa haciendo de las suyas, como siempre que ocurren sucesos de esta índole”.

En Torredonjimeno, hacia 1933, también la prensa daba cuenta del expolio cuando se supo de la venta del tesoro a unos chamarileros, siete años después del hallazgo. En el periódico La Mañana se decía que los vecinos habían acudido en masa al predio de la “Majada de Garañón”, donde aparecieron las joyas “…y casi todos consiguen extraer algunos pedazos de oro u otros objetos de evidentes valores”.

En Berzocana primero se empleó a fondo el pastor que lo encontró, quizás pensando que aquello podía ser un nido de tesoros, y luego llegaron los vecinos de los alrededores. Eso hizo descartar cualquier intervención arqueológica, pues el tesoro había salido en una pedriza y solo era posible ampliar el agujero, una “operación  que ya había sido hecha abundantemente por vecinos de los alrededores, en busca de buena fortuna”.

Y en Arrabalde o La Martela (Segura de León), hacia los años 80 del siglo XX, no son ya los vecinos alucinados quienes se echan sobre el sitio del hallazgo para hacer la rebusca; sino que ahora son los expoliadores armados con detectores de metales quienes trillan los yacimientos hasta alterar seriamente el registro arqueológico, hasta tal punto que en Arrabalde hicieron inviable la excavación prevista por la Subdirección General de Arqueología, dada la dimensión del saqueo (Ortiz Romero, 2017; 24-26).

Fuente| Romero Ortiz, P. “El Tesoro Arqueológico o la serendipia desatada” en Historias de Tesoros, Tesoros con Historia; Cáceres, 2017, pp. 13-36.

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