Tal y como dejamos vislumbrar en el anterior artículo de esta serie sobre “el tesoro arqueológico”, no hay mejor sitio para esas fabulaciones en torno a los tesoros que en los mismos libros de tesoros pues en ellos se reúnen la realidad y la fantasía formando una veleta en la que ambas, “impulsadas por el viento de la codicia e iluminadas por el destello del oro” (Antonio Rodríguez Moñino, 1942: 27), engendran luchas, ambiciones y pasiones. Son libros sucios por manoseados, raídos, resultados de copias de copias. Usados en váyase a saber qué tipo de búsquedas y despropósitos. Libros que fueron mil veces escondidos y que viajaron a lugares inverosímiles en pos del tesoro oculto (Pablo Ortiz, 2017: 15).
Los libros de tesoros forman una paraliteratura que tuvo una gran difusión en todas las culturas del mediterráneo desde el Siglo XVII. El padre Feijoo (1774) los calificaba como librejos y se burlaba de estos manuscritos que nunca salieron de las sombras de la literatura popular. Los libros recogían aquello que alguien había transmitido a un paisano asombrándose de que el tesoro aún se mantuviera escondido, cerca de su casa, cuando tan fácil era alcanzarlo. Una ocultación que casi siempre ocurría en los tiempos lejanos de las expulsiones de las minorías (moros, judíos, moriscos), cuando las riquezas quedaron sepultadas, mientras sus dueños esperaban volver algún día para recuperarlas, y que, sorprendentemente, se mantenía viva y bien viva en la memoria de los descendientes de aquellos desventurados, que las deslizaban en los oídos de los crédulos paisanos.
El trabajo de campo de Jesús Suárez en Asturias sobre la mitología de los tesoros de la cultura popular permite observar cuántas y variadas son las huellas del oro y los tesoros en el imaginario colectivo. Los relatos sobre la actividad humana en torno a los tesoros (soñados, encontrados, perdidos o robados) no se presentan como historias recreadas, de corte literario, sino como “hechos históricos”, de ahí que todos lleven consigo una parte de verosimilitud que ayuda a comprender el origen de la riqueza y el acceso a la misma. Tienen pues, una función simbólica que permite establecer lo que está socialmente permitido en relación con la riqueza (imprevista e inmediata), además de dar por sentado que es inalcanzable mediante las actividades productivas habituales (Pablo Ortiz, 2017: 15).
En Extremadura los libros de tesoros están necesitados de estudios en profundidad que vayan más allá del interés que siempre despertaron en eruditos, bibliófilos o folkloristas. Las referencias que encontramos en la segunda mitad del siglo XIX en Vicente Barrantes se diluyen en el enorme caudal de su obra compilatoria (Barrantes Moreno, 1865 y 1875), mientras que la erudición apenas transciende el estrecho marco de lo local, como ocurre en el caso de Vicente Maestre y su manuscrito sobre los tesoros (1860): “Apuntes y reflexiones sobre antiguos tesoros en Extremadura, según la tradición y las fábulas árabes”.
Hasta 1941 no se producirá una aproximación de los libros de tesoros extremeños donde la curiosidad por el fenómeno se anude con el interés por el componente arqueológico de estas obras. Se trata de un artículo sobre los hallazgos de tesoros que firmará Antonio Rodríguez Moñino con el pseudónimo de “Mateo de Porras” en la Revista del Centro de Estudios Extremeños. El mismo trabajo se publicó un año después como separata (tirada de 51 ejemplares numerados y firmados por el autor) donde Moñino, ya sin pseudónimo, añadió un subtítulo: “Pelos y señales para encontrarlos según un curioso manuscrito de 1601”. Así, como un pionero, se acercó a los libros de tesoros con una mirada nueva en la que confluían la bibliofilia y el interés por la Arqueología.
Un elemento singular en la historia de la arqueología extremeña son las sociedades exploradoras, de cuya existencia ambigua sabemos precisamente por los libros de tesoros. Unas más fundamentadas que otras, pero a la postre, todas en pos de las riquezas ocultas bajo tierra. Algunas responden a iniciativas algo toscas y a instintos primarios, con el único objetivo de que la unión de los paisanos les hiciera más eficaces en las búsquedas. Sabemos de la existencia de algunas de estas sociedades de buscadores de tesoros recogidas por la erudición decimonónica en términos de Herrera del Duque, Azuaga, Gata, Guijo de Granadilla o Villasbuenas de Gata. Quizá como un eco de ellas, ya vinculada a cierta idea aventurera de la Arqueología, se organizó en 1892 la sociedad excavadora que abanderó el médico Pablo Manuel Guijarro para excavar en el yacimiento de Nertóbriga, en Frenegal de la Sierra. Aunque con cierto revestimiento pseudocientífico, era una sociedad empresarial que pretendía hacerse con materiales arqueológicos del yacimiento para colocarlos en el mercado y así obtener réditos económicos que permitieran a los socios rentabilizar su inversión (Pablo Ortiz, 2017: 18).
Rodríguez Moñino dice en su artículo de la Revista del Centro de Estudios Extremeños que poseía en su biblioteca dos libros de tesoros extremeños, aunque solo saca a colación uno de ellos, el conocido como Libro de los Haberes de la Antigüedad. Lo dará a conocer con ánimo de ayudar a los folkloristas y dar pistas a los arqueólogos, sabedor de que en estas obras eran abundantes las noticias sobre yacimientos arqueológicos. Juega mucho Moñino con la ironía para poner en evidencia las truculencias del mundo de los buscadores de tesoros y sus fantasías, aunque su tono burlón deje un sitio para la constatación de que, pese a todo, tesoros haberlos los hay. Y así, tal vez sin pretenderlo, anima a la codicia de los alucinados buscadores mostrando cómo en Extremadura se han encontrado maravillosos tesoros: torques de Orellana, alhajas de Alange, Tesoro de Aliseda, Disco de Teodosio, o múltiples depósitos de monedas.
Pero sin duda, el texto más relevante entre los libros de tesoros extremeños es el manuscrito de Vicente Maestre ya citado. Rodríguez Moñino volvió sobre el tema de los tesoros en una conferencia que dio en el Liceo de Mérida el 28 de noviembre de 1945 y se apoyó en una copia de los Apuntes y reflexiones sobre antiguos tesoros en Extremadura, según la tradición y las fábulas árabes, de Maestre para acercar el tema a la Arqueología, según se deduce del título de la charla: “los tesoros escondidos y la arqueología extremeña”. Es una auténtica pena que no se haya conservado el texto de su intervención, pero no podemos hacernos muchas ilusiones sobre el alcance de las reflexiones del bibliófilo, pues lo único que nos ha quedado del acto han sido 42 cuartillas mecanografiadas que recogen el texto de Vicente Maestre, que se conservaron guardadas en su archivo, y del cual sí es importante señalar que el autor se muestra muy crédulo ante los fabulosos tesoros escondidos y que su ánimo es reflexivo, buscando la manera de ordenar los elementos que intervienen en el tema de manera que el rigor logre imponerse sobre lo esperpéntico. Demuestra fe en que, bien interpretadas las señales, es cuestión de organizarse para llegar hasta los tesoros.
Finalmente, como colofón a esta pequeña reflexión bibliográfica sobre el mundo de los libros de tesoros podemos concluir que a día de hoy, estos libros, como si no hubiera transcurrido el tiempo, han vuelto al primer plano de la actualidad, sin que se hayan producido cambios significativos respecto a lo que ya suscitaban en siglos pasados. Se insiste en los mismos lugares comunes y el análisis (histórico, antropológico, arqueológico) se diluye, si acaso, entre las singularidades de las fábulas. No hay nuevas construcciones narrativas sobre los libros de tesoros que aporten cosas nuevas sobre lo ya hecho en tiempos pretéritos: la recopilación y cierta reivindicación cultural del fenómeno o, aprovechando los nuevos soportes, la divulgación del fenómeno incidiendo en los misterios y lo exotérico (Pablo Ortiz, 2017: 19).
Fuente| Romero Ortiz, P. “El Tesoro Arqueológico o la serendipia desatada” en Historias de Tesoros, Tesoros con Historia; Cáceres, 2017, pp. 13-36.