El Tesoro Arqueológico (Parte V): La Gestión

El 2017 se ha ido y comenzamos el 2018 hablando de un tema que a los investigadores siempre nos ha parecido interesante; ese tema es el tesoro arqueológico, aspecto que despierta distintos apetitos en la sociedad. Tal y como comentábamos en la primera de las entregas de esta serie, existe lo que D. Pablo Ortiz Romero califica con el término de serendipia del tesoro arqueológico, fuerzas que se desatan en el hombre en el mismo momento en el que aparecen esas joyas; algo que se alimenta además a través de esa literatura que gira en torno a los tesoros, alimenta las fantasías de esos buscadores, de la cual realizamos una pequeña reflexión bibliográfica en la cual destacamos a Rodríguez Moñino quien acerca, a través de su conferencia en 1945 en el Liceo de Mérida, esa literatura de tesoros a la arqueología, considerándolo un pionero en este aspecto.

Sin embargo, esa serendipia a la cual nos referimos tiene una serie de elementos que no son nada sin conocer en qué circunstancias aparece el tesoro, el hallazgo; reflexión plasmada en la tercera de las entregas, y que enlazamos con la cuarta parte de la serie, con una reflexión más social de quiénes son esos descubridores, generalmente gente pobre, campesinos y jornaleros que están en contacto directo con la tierra, con la remoción de la tierra, y donde juega también un importante papel la figura del niño que enmascara la gestión del tesoro en el momento del descubrimiento; y por supuesto qué ocurre después de ese hallazgo, cuando se corre la voz de la venta de las joyas, y la consecuencia, tal y como vemos en el artículo anterior a este, es el expolio del lugar por parte de los mismos vecinos.

En este primer artículo arqueológico del 2018 hablaremos de la gestión del tesoro, pues una vez que éste se pone en circulación entran en escena una serie de personajes periféricos que van a ser decisivos para el destino final de las piezas y que, como ocurre en otros ámbitos, resultarán vitales para la unidad central de turno, que es el tesoro y sus dueños. Aquí la serendipia también tiene su sitio, pues en demasiados casos será el azar el elemento clave para entender qué ocurrió con las joyas, si estas se perdieron o si se salvaron.

Un personaje decisivo en el futuro del tesoro es el platero o joyero, pues es él quien transmuta el oro en dinero, quien lo hace desaparecer si el negocio va bien orientado. El platero quiere hacer negocio, está llamado a ello, diríamos que por coherencia profesional. Muchos lo hacen (y rápidamente), pero la eficacia/desgracia del platero en la gestión de los tesoros arqueológicos está condicionada por una superestructura: las instituciones. Si estas son débiles, o no existen, si el orden político se desentiende de la protección de los bienes culturales, entonces el tesoro está sentenciado. Solo la actuación individual, quijotesca en ocasiones, del ilustrado de turno es capaz de generar una dinámica que acabe evitando la desaparición de las joyas. Si ve el camino despejado, el platero compra todo lo que se puede y, consciente de que el negocio se puede complicar si el escenario se abre y aparecen otros protagonistas (el Estado), su deseo es fundir el oro cuanto antes.

Otras veces solo algunas piezas acaban fundidas en el crisol del platero, donde llegan por los caprichos de la serendipia y las urgencias que se presentan los días siguientes al hallazgo. Pero no en pocas ocasiones el platero reacciona ante el tesoro en sentido contrario a las fuerzas centrípetas (y destructivas) de su ADN de negociante y, ante la amenaza de la ley o por la acción de las autoridades, devuelve lo comprado o, presumiendo problemas, da aviso del hallazgo. De todas formas, cuando ya hemos entrado en esta fase y ganan protagonismo los plateros y relojeros, el tesoro ya se ha dispersado, pues en verdad los tesoros se dispersan casi siempre, sobre todo si los descubridores son varios, lo que suele ser habitual, ya que es muy difícil encauzar el afán de riquezas, la codicia que despierta el oro (Ortiz Romero, 2017; 26-28).

A un nivel muy secundario encontramos a chamarileros y anticuarios que aparecen como intermediarios que se limitan a trasladar el tesoro a cambio de una cantidad de dinero. El chamarilero es una especie de recogedor que se conforma con poco, un buhonero nómada que va por los pueblos comprando metales y que, si topa con un tesoro, va con él inmediatamente al anticuario. Los chamarileros aparecen si el poseedor del tesoro (o parte de él), ignorante del valor de las piezas, se deshace de ellas como si de un cachivache cualquiera se tratara. Aunque estos personajes tuvieron un papel muy destacado a finales del siglo XIX y en el cambio de siglo, cuando se convirtieron en proveedores de los Museos Provinciales, lo cierto es que en el terreno de los tesoros su protagonismo es escaso. Podría decirse que el oro y las piedras preciosas no eran su mundo. No obstante, a veces tienen suerte. Y en cuanto al anticuario se refiere, éste quiere colocar sus piezas y observa que la mejor forma de hacerlo es con los museos que, aunque no son buenos pagadores, garantizan la legalidad de las operaciones.

Con la gestión pública de lo hallado siempre aparece la figura del ilustrado: alguien a quien se acercan los descubridores, impulsados por el afán de saber exactamente qué tienen en sus manos, o bien alguien que se entera del hallazgo y animado solo por la ética cívica, se implica hasta lograr que las joyas pasen al ámbito científico como bienes públicos. El ilustrado gestiona la salvación del tesoro, consciente de su valor histórico y, si no es especialista, acude a uno para que el tesoro se sitúe en sus coordenadas culturales y cronológicas. No obstante, es obvio que este personaje del ilustrado no es el mismo en cualquier tiempo, ni en todos los casos puede observarse esa ética que le lleva a sobreponer el bien general a los intereses privados (Ortiz Romero, 2017; 28-29).

No existe tesoro que no tenga en torno a su grupo de ilustrados. Son ellos quienes movilizan a las instancias académicas para que intervengan en las gestiones de los particulares y sitúen el hallazgo arqueológico en la dimensión de lo público. En España, y hasta el primer cuarto del siglo XX, serán las Comisiones Provinciales de Monumentos Históricos los primeros organismos que se elevarán ante los descubridores de los tesoros y sus gestiones para venderlos. Estas Comisiones estaban presididas por el Gobernador Civil, la primera autoridad de la provincia que inquiere por el hallazgo, la cual impone mucho. La primera instancia que esta institución desencadena tiene un carácter abiertamente coercitivo, y luego, en un segundo plano, la Comisión desencadena una instancia académica, de corto alcance y escaso recorrido, pero que conducirá inevitablemente hasta el arqueólogo profesional.

Así y todo, las Comisiones de Monumentos son en este tiempo unas instituciones que van siendo desplazadas por una estructura de gestión que las dejará como reminiscencias de la vieja arqueología erudita, ya desamparadas y sin recursos, condenadas al papel de meros organismos asesores, aunque aún tienen un papel muy destacado en el sistema proteccionista del Estado. Al final, serán apartadas de la dinámica de la recuperación del hallazgo y quedarán en un segundo o tercer plano, en un nivel testimonial, casi reducidas a lo ceremonial.

Es lo que se observa en la historia de los tesoros que se encuentran en los años 20 (Aliseda, Lebrija o Torredonjimeno), ante los que las Comisiones de Monumentos actúan en expresión fiel de su profunda crisis estructural. Estos tesoros llaman a los investigadores vinculados a los nuevos organismos (Junta de Ampliación de Estudios, Comisión de Investigaciones Paleontológicas y Prehistóricas; y Junta Superior de Excavaciones y Antigüedades) y a la Universidad, ante lo que las Comisiones de Monumentos solo pueden aportar el entusiasmo de sus miembros, autodidactas casi todos ellos, y las formas caducas de una administración proteccionista de carácter honorario, muy alejada de las formas del profesional de la Arqueología.

Tomará cuerpo entonces cierta dialéctica entre la institucionalización fracasada y la emergencia de la investigación arqueológica de carácter científico, que dejará rastros bien visibles en forma de tensiones entre uno y otro mundo. En las mismas Comisiones también se observa la presencia de un nuevo tipo de vocal, ya formado en la Universidad, y extraño para la élite ilustrada, tan enraizada en la tradición de la erudición localista. No obstante, ni el protagonismo de dicha erudición localista ni las aportaciones de los aficionados cederán en la historia de la arqueología en la España contemporánea, pese a los avances de la profesionalización.

Queda por tanto, abordar la actuación de los poderes públicos ante los hallazgos de tesoros y, sobre todo, el papel que en la gestión del oro serendípico tuvieron tanto las instituciones académicas como los arqueólogos profesionales. No debe ser escasa la información fosilizada en relatos que claman por una revisión y en los que, más allá de lo que puedan aportar a la historia de las investigaciones, se observa un gran potencial de cara a nuevas lecturas de nuestro pasado.

A modo de conclusión de esta serie de cinco artículos sobre este tema, es que la historia de los tesoros es una fuente formidable para establecer el marco en que se desarrolla  la arqueología reciente de España; a lo largo de nuestro recorrido hemos visto cómo el oro puede mucho y hasta qué punto es capaz de reunir fuerzas extrañas en torno a una misma cuestión. Quizás lo mejor y lo peor de la condición humana aparezca alrededor de estos sucesos que todo lo alteran y casi todo lo remueven. También la ciencia arqueológica se desnuda en estos momentos excepcionales. O desnuda andaba cuando se exhumaron las joyas, incapaz de intervenir a favor del bien general y del conocimiento científico, sin herramientas ante el desconcierto de la serendipia desatada y que sigue latente en la actualidad, cuando ya esta serendipia no es igual que aquella a la que hemos dedicado estos cinco artículos, sino que es una serendipia arrinconada por la técnica y los expoliadores, armados con potentes detectores de metales; lo cual se nos muestra ya desnaturalizada, un azar domeñado por las fuerzas ocultas del expolio, que lo reducen a la mínima expresión al ritmo de sus máquinas (Ortiz Romero, 2017; 29-33).

 

Fuente| Romero Ortiz, P. “El Tesoro Arqueológico o la serendipia desatada” en Historias de Tesoros, Tesoros con Historia; Cáceres, 2017, pp. 13-36

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